La soledad es un estado de ánimo, a veces disfórico y a veces placentero. A diferencia de otros animales de menor grado de evolución, el hombre no puede ni debe estar solo hasta por lo menos los tres años de edad, de lo contrario no podría sobrevivir. Pero a medida que el ser humano va creciendo, sus padres deben ir educándolo con amor para enfrentar situaciones de "desprendimiento" ( por ejemplo concurrir placenteramente al jardin de infantes o a la escuela) de modo que a los 18 años, estipulativamente y si el destino lo decide, pueda adecuadamente vivir solo.
Literariamente el tema de la soledad es un clásico, lo hemos visto en personajes como Robinson Crusoe, Gulliver o Alicia en el País de las Maravillas.
Históricamente sabemos que Jesús se aisló en soledad cuarenta días con sus noches, y que existen desde hace siglos ciertas órdenes religiosas que privilegian el silencio (los trapenses) o el retiro (los ermitaños, algunos grupos religiosos orientales) como los medios más excelsos para conectarse con la divinidad.
Para Jung, la "individuación" es el proceso por el cual una persona logra encontrar el significado, subjetivo e instransferible de sus sueños y pensamientos recurrentes. Soñamos solos, el otro no puede soñar nuestros sueños, por eso la soledad es el estado ideal para contactarnos con nuestros "si-mismo", con la totalidad afectiva y cognitiva de nuestra psiquis.
Algunas personas lamentan y reniegan de sus soledad, pero otras la viven como un camino para evolucionar, para conectarse consigo mismas, con valores trascendentes o con Dios: ésta es la soledad creadora, el silencio inspirador, la cara positiva del estar privados de compañía. Debemos preguntarnos: Estamos solos ? Nos sentimos solos, aunque estemos acompañados ? Por qué, cómo, cuándo, dónde y con quién nos sentimos solos ? Cómo extraer lo positivo de la soledad ?
Una forma patológica de salir de la soledad es a través de los apegos, que son relaciones inmaduras, dependientes, simbióticas, por las cuales sentimos que el otro nos completa y que el hombre puede tener con otras personas pero también con animales, objetos, instituciones o creencias. Ejemplos de apegos son las simbiosis padres-hijos o de pareja, la dependencia patológica hacia una institución o credo religioso (el fanatismo, los "adictos al trabajo"), la dependencia de objetos o substancias (dinero en exceso o lujos, adicción a la T.V., cigarrilos, alcohol o drogas, etc.). Cuando logramos darnos cuenta de cuál de nuestras relaciones entra en la categoría de apego, debemos preguntarnos: A quién o a qué estoy apegado ? Por qué ? Cuánto hace ? Qué beneficio me proporciona este apego ? Qué perjuicio ? Cómo podría cortar este vínculo patológico ? Lo he intentado realmente ?
Se conseguimos superar la tendencia de nuestro ego de "apoderarnos" del otro y nos relacionamos con él de forma no egoista, desde nuestro ser superior comenzamos a transitar en el desapego, en el afecto maduro y desinteresado, en el nivel transpersonal. Sólo se puede amar verdaderamente desde el desapego, desde la aceptación total de la libertad y la independencia del otro. Según los grandes maestros, el desapego y la ausencia progresiva de deseo - sobre todo de objetos materiales- nos pone en condiciones de ser cada vez más felices, porque nos hace depender solo de nosotros mismos.
Podemos encarar estos asuntos cruciales, elaborarlos y superar sus aspectos conflictivos a través de experiencias significativas, individualmente o en grupos. Existen algunos ejercicios vivenciales para trabajar estos temas, y como materiales concretos para facilitar la toma de conciencia se pueden utilizar títeres, máscaras, dibujos, etc.. Cuando los miembros de un grupo logran abrirse y compartir con otros sus secretos, miedos, fantasmas e ilusiones, se puede superar el estado negativo de soledad, crecer interiormente y aprender nuevas formas, más sanas y maduras de vincularse con los demás. En definitiva bregar por una mejor relación con nosotros mismos nos permite mejorar cualitativamente nuestra relación con los demás.
Los desapegos
Se habla poco de este tipo de desorden, pero existe. El hombre se desordena no solamente por sus amores, sino también por sus desamores.
Así como hay personas que son propensas a los apegos, así también las hay inclinadas a los desapegos, es decir, a las aversiones o fobias.
Cuando alguien se deja llevar del perfeccionismo y espera que todas las personas bailen al ritmo que él les toca, entonces viene fácilmente el desencanto respecto a esas personas, y el consiguiente rechazo de ellas.
El desamor contra personas suele expresarse con frases como, "no lo puedo ver ni en pintura", "no lo trago", "no lo resisto".
No faltan quienes vuelcan su intolerancia contra lugares. Ciertos individuos no encuentran clima que les asiente ni paisaje que les llene. Siempre quieren mudarse de casa, barrio y ciudad. Andan como nómadas profesionales en busca de un lugar ideal que sólo existe en la imaginación. Quizás hayan hecho suya la frase ilusa del padre de la escritora Marguerite Yourcenar: "Siempre se está mejor en otra parte". Ya lo decía muy bien Tomás de Kempis: "La imaginación de cambios y de ugares a muchos hizo caer".
La inconformidad con las criaturas puede extenderse a cargos, puestos de trabajo e instituciones. Hay personas que no cuajan en ningún contexto social. No pueden manejar los inevitables contratiempos y conflictos que surgen en todo ámbito de convivencia humana. Creen que resolverían el problema huyendo de la situación en que se encuentran. De esa manera, nunca se comprometen a fondo con mejorar las cosas. Siempre se encuentran provisionalmente en todo lugar; es decir, como de paso.
Esa actitud puede enmascararse de virtuoso desprendimiento, cuando en realidad no pasa de derrotismo, pusilanimidad y debilidad de carácter.
De ningún modo pueden los desapegos disfrazarse de indiferencia ignaciana. La verdadera indiferencia consiste en no dejarse llevar por el "me gusta" o "no me gusta", sino por lo que Dios quiere.
Para elegir con toda el alma
A la hora de escoger entre dos opciones, la indiferencia ignaciana se presenta como actitud transitoria. Mientras no vea claro lo que Dios quiere de mí, me mantengo equidistante entre las dos opciones. Pero una vez que la voluntad de Dios se manifiesta por medio de la obediencia a legítimo superior, o mediante otro signo externo o interno de su voluntad, entonces uno elige con toda el alma y se compromete de lleno con la misión recibida
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